jueves, 2 de marzo de 2006

El último atardecer

En mi mente, estoy sentado en el sillón de esa sórdida habitación, pintada de blanco. De vez en cuando, miro por la ventana y, reflejado en el edificio de enfrente, que realmente es el mismo porque tiene forma de U, veo si hay luz o no en otras habitaciones. Solo nuestra habitación permanece con una pequeña luz encendida. Doy unos pasos hacia la cabecera, doy unos pasos hacia el armario; vuelta hacia la cabecera. Silencio.

Realmente, no estoy en esa habitación, estoy sentado en la primera fila del autobús. Algo que cualquier noche me excita, pero que esta en concreto se convierte en una tortura. En cuarto menguante como persona, magullado como cuerpo, con una radio atormentándome, busco la postura en la que apoyarme en el cristal sin inclinarme y estar cómodo, ya que mi compañero de asiento ocupa la mitad del mío.

Me gustaría llorar. Me encantaría. Lo necesitaría. Pero la radio a toda voz con canciones de Melendi me lo impide. Además, estoy en primera fila. Necesitaría estar al final del autocar y sin compañero en el asiento de al lado. No me gusta llorar en público, y menos ante un público desconocido que me intente consolar sin tener ni idea ni importarle las causas.

En cierto modo, se que aunque no tengo ni bolígrafo ni papel, estoy escribiendo una página importante de mi vida. El tiempo va arrancando de nuestra memoria páginas completas de nuestra historia, pero hay páginas que no puede arrancar ni con una sierra eléctrica. Caso de esta.

Quizás sea la segunda vez. Puede que la tercera. Digamos la primera y media, porque la vez anterior medio me lo esperaba nada más, y esta vez, aunque finalmente la muerte me apuñale de espaldas por tercera vez, estoy prevenido, al contrario que los dos anteriores casos.

Aún recuerdo que recibí la noticia trabajando en Vips. Estabamos Sonia y yo solos. No recuerdo exactamente la hora, pero si recuerdo que era entre las 15 y las 17,30. Perdí las ganas de comer, aunque me puse blanco y furioso. Cuando salí, me fuí andando hasta la calle Sevilla, donde para calmar mi ansiedad me compré el café más grande de los que había, al cual añadí una sobredosis de azúcar. Seguí andando por Gran Vía hasta Moncloa. Y ahí ya no me acuerdo que hice.

Pero da igual. El autobús está saliendo de Huercal - Overa, y tengo ganas de llorar. De llorar un mar entero. Y luego de ahogarme en el mar llorado.

No puedo soportar haber sido consciente en el mismo momento en que le miraba a los ojos que era la última vez que hablábamos y nos mirábamos a los ojos. El recuerdo hiere. La mirada hiere de muerte. El tiro de gracia es tener que sonreir, hacer teatro, hablar de futuro. Quizás solo porque mi naturaleza es fuerte, quizás porque en estos y estos momentos, todavía albergo esperanza. Esperanza de llegar al próximo miércoles al medio día y decir "Ya estoy de vuelta".

Tengo esa mirada clavada como una espada, pero la esperanza me promete curar la herida. Estamos a Jueves 12 de Enero. Son las diez de la noche. Espero poder sacarme la espada el día 18 a medio día. Lo que todavía no se es que será la propia esperanza la que acabe conmigo ese mismo día 18 en la puerta del ascensor.

Soy fuerte. Aunque para seguir siéndolo tenga que usar artimañas sucias contra mi mismo. Creo que haré una llamada a Granada, otra a Madrid, y luego volveré a llamar a otra parte de Granada. La mejor manera de abstraerse de uno mismo es dejar que los demás te cuenten su vida, siempre que sepas pasar de puntillas sobre la tuya propia.

[(Exeis kairo na mou fereis) Louloudia][Helena Paparizou][Protereotita]

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