viernes, 13 de octubre de 2006

Ensayo

“Vete de aquí antes de que me recuerdes como la persona que te amargó la vida”: éstas fueron las palabras de Virginia hacia Mario. Apenas se habían tocado en todo el tiempo que llevaban viéndose. Sólo los típicos besos protocolarios de encuentros y despedidas. Pero entre ellos había algo más que un ardor físico. Eran sus mentes las que se excitaban al encontrarse. Convirtiéndose en grandes volcanes en erupción que enredaban sus lavas. Los dos se habían conocido tres meses antes durante una presentación de un proyecto en Barcelona. Ella era 4 años más joven, pero sin duda la más despierta y valiente. Mario se había embarcado dos años antes en un matrimonio sin futuro. El romance fue casi concertado por su familia tras salir de una fuerte depresión. Pensó que no conseguiría la estabilidad emocional tras salir de aquel trágico momento, por eso, cuando aquella chica se ofreció a compartir vida no se lo pensó. Subió a ese Titanic. -“Virginia, si no hacemos caso al corazón, que es el único que porta sentimientos verdaderos, ¿a quién se lo hacemos?” sentenció Mario. El gesto de la chica era el de comprender que lo que había oído era algo cierto. Salió de la pequeña y acogedora cafetería del barrio de Malasaña donde se habían citado. Mario pegó un último sorbo al café, ya frío, y cómo dotándolo de fuerzas salió en su busca. Sabía que no la podía dejar escapar. Durante su periodo de encierro psicológico había leído muchos libros de autoayuda. Demasiados, según exclamaba su madre, que era la encargada de limpiar la estantería semanalmente. En ellos, a parte de desarrollar su personalidad, había aprendido a no dejar escapar oportunidades en la vida por miedo. Y, aunque había obsequiado a Virginia con alguno de estos libros, ella nunca los leyó. Sólo los abría para releer una y otra vez las dedicatorias que Mario le escribía. Se encargaba de resumir en unas frases todo lo que había aprendido con ese libro, acompañado de unas palabras personales que para nada eran empalagosas ni remolonas. Había aprendido a redactar mientras trabajaba de joven en una floristería de la Plaza Colón. Leía, siempre a hurtadillas, miles de mensajes plagados de errores de sintaxis y ortografía de sus clientes.

Mario atravesó la puerta pintada de azul con un espejo tintado del mismo tono. Nadie salió a reclamar la consumición porque el jefe del bar había impuesto a sus camareros, semanas antes, que cobraran al servir. Al cerrar la puerta vio como Virginia andaba por la Plaza Dos de Mayo muy rápido, pero sin atreverse a correr. Hace años lo hacía todas las noches, pero ahora se sentía un poco estúpida acelerando el paso con una falda mientras atravesaba la plaza. Escuchó una vez su nombre en alto, pero no se giró convencida de que su decisión había sido correcta y era inapelable. Cada vez oía la voz más cerca pero ella seguía su camino tomando la mayor velocidad que sus zapatos de tacón bajo le permitían. - “Pero Virginia, ¿eres tú? ¿No me reconoces?” en ese momento se giró y vio a un hombre alto, moreno y masculino. Vestía muy actual y sabiendo combinar las prendas. Dejando entrever que para él no era un problema el vestuario. Era Marcos, había compartido con ella un año en el máster que Virginia realizó en Londres y que le sirvió para mejorar su inglés que aún hoy era un poco chabacano. - “Marcos, ¡Qué sorpresa!” -exclamó verdaderamente sorprendida- “¿Tienes coche? -casi sin dejar responder, insistió- “¿Lo tienes aparcado cerca?. “Sí, de hecho vivo en este barrio” respondió extrañado antes las primeras palabras de su colega. Virginia le pidió que la llevara, que tenía prisa y que tardaría más en encontrar un taxi libre. Mario contemplaba la escena desde el resguardo del tejado del edificio. -“o reacciono o se va de mi vida para siempre”- se dijo. A su lado pasó una anciana vecina del barrio, muy perfumada que pudo oír el chirriar de dientes que producía la impotencia de Mario. Este gesto lo hacía de forma involuntaria, y le había producido un buen desgaste en las muelas que menguaban año tras año. Se acobardó cómo cuando presenció aquel fatídico accidente que le traumatizó tanto tiempo atrás. Se había quedando inmóvil, bajo la tarde de otoño que amenazaba con hundir más al día. Cerró los ojos y apretó la mano y no pudo dejar de soltar una lágrima. Que era el símbolo de su fracaso, de los meses en blanco de su vida. [...]

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