lunes, 12 de junio de 2006

Nuestra puesta de Sol.


Aun recuerdo con asombro aquella tarde, y la hermosa puesta de Sol. Tu nunca cogías la bici, y tampoco te gustaba mucho hacer deporte. Yo corría, como cada tarde, con mis gafas, mi música, mis pantalones cortos, la camiseta de tirantes y con mis pensamientos de mochila por el camino que bordea el río.


A pesar de estar ensordecido por el volumen de la música, siempre he tenido un sentido especial para evitar los obstáculos que vienen a mayor velocidad por detrás, quizás porque giro mucho la cabeza y anticipo lo que vaya a venir. Pero he de confesar que supiste sorprenderme. Estaba apunto de dar la vuelta en el puente que baja al río, para volver por el otro margen, pero justo al llegar al cabezo, miré hacia atrás, y vi como lentamente el Sol se ponía tras la sierra. Tenía el color del trigo justo antes de la siega, y todo estaba inundado de ese tono anaranjado que tanto me gusta.


Nunca suelo parar cuando voy corriendo, sobretodo en la puesta de Sol, ya que al volver, la tengo de cara y puedo disfrutarla por completo, pero era diferente. De repente, bajo los árboles que rodean el cauce te vi aparecer veloz, con tu bicicleta, con la figura oscura por estar a contraluz. Pero enseguida pude reconocerte. A un millón de años luz podría reconocer el brillo de tus ojos. Y ahora estabas a tan solo unos metros. Paraste la bici junto a mi, y la apoyaste a la pared del cabezo, de corte vertical. Mi sonrisa era patente, y enseguida te me abrazaste. Echaba de menos la calidez de tus manos, y el susurro de tus labios. Respiré hondo, y vi como el tiempo se detenía por un instante, con tus ojos como espejos donde podía contemplar como el cielo cambiaba de colores. Y nos besamos. Era inevitable. Era lo que queríamos los dos desde hace mucho tiempo, pero es algo a lo que nunca nos habíamos atrevido. Por miedo. Por los demás. Por el temor a fracasar. No lo sé.


Cogí tu bici y la subí por la otra parte del cabezo, sorteando las viejas trincheras, para que vinieses junto a mi, a sentarte. Y te sentaste, junto a mi, hasta que el cielo se cubrió de estrellas y me prometiste nunca más volver a irte.

Nunca.

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