
Pero al final de cada día llego a mi casa, me descalzo y entro a mi pequeño salon en penumbra, donde me echo unos minutos en el sofá, a dejar que el fresco que entra por las ranuras de la persiana oxigene mi cerebro.
En esos instantes de intimidad mental voy percibiendo que aunque todos los días sean iguales, el tiempo lo distorsiona todo, también a mi, mientras tomo conciencia de que el paso de los años anestesia las heridas aunque no las cure. Y caigo en la cuenta de que, sin percatarme, día tras día he dejado de estar viudo lentamente para ser cada vez un poco más soltero.
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